miércoles, octubre 24, 2007

Alarma en el expreso



El séptimo arte y el ferrocarril siempre se han llevado de maravilla.

Lo primero que se detuvó a mirar, y fijó para siempre una cámara, fue la llegada de un tren a una estación.

La primera ficción cinematográfica, filmada en 1903 por Edwin S. Porter, se título Asalto y robo de un tren, cinta (bendita sea) que inició el género del western (género de géneros).

El ferrocarril constituye uno de los apartados esenciales de las películas del Oeste.

Vehículo de una leyenda y metáfora del período histórico en que los colonos europeos se expansionaron en Estados Unidos, arrebatando a tiro limpio las tierras a los indios, sus dueños ancestrales.

Resulta casi imposible encontrar algún filme sobre este tema (El caballo de hierro, Union Pacific, Sólo ante el peligro, El tren de las 3:10 o El último tren de Gun Hill, por citar algunos) en el que una locomotora no atraviese la pantalla.

La historia del cine está plagada de vagones y estaciones (de El maquinista de la General al Emperador del Norte, pasando por El expreso de Shanghai, Un marido rico - también conocida como The Palm Beach Story -, Berlin Express, Deseos humanos o Trenes rigurosamente vigilados) que inciden de manera brutal en las vidas de los protagonistas de las miles y miles de historias que se han filmado desde que este arte se inventó.

El tren juega un papel destacado en cinco magníficas películas del maestro Alfred Hitchcock (Alarma en el expreso, Sospecha, La sombra de una duda, Extraños en un tren y Con la muerte en los talones).

De un tren se puede huir, siempre se puede saltar en marcha (no lo prueben a bordo de un avión) o tirar del freno de emergencia si dan contigo tus perseguidores.

Resulta además un magnífico escondite, ocultándose en uno de sus múltiples compartimentos o dejándose ayudar por alguna bella desconocida asidua al vagón restaurante.

En un tren la vida se encierra en un microcosmos y las tensiones se concentran, desde un tren se ve pasar el mundo.

Hace días que la televisión emite sin cesar las terribles imágenes captadas por una cámara de seguridad de los Ferrocarrils de la Generalitat de Catalunya.

Las mismas muestran como un hijo de mala madre, siempre móvil en mano (signo de estos tiempos), agrede con fría brutalidad (y sin soltar el teléfono) a una chica ecuatoriana que viaja sola (a excepción de un joven incapaz de reaccionar paralizado por el miedo, algo harto comprensible, no somos héroes) en el mismo vagón.

Tras propinarle golpes, patadas y cubrirla de lindezas, el energúmeno del célular se apea en su estación con una parsimonia que hiela la sangre.

Lo más deleznable, ataques racistas al margen, es el uso mediático que se ha hecho de esta filmación.

Son los mismos medios de comunicación, en su incesable búsqueda de sangre y despojo, los que en parte fomentan este tipo de comportamiento.

Situaciones semejantes no deberían emitirse, no ultrajemos más a las víctimas.
¿Qué se ha hecho de esa palabra llamada respeto?

Lejos de tener un valor meramente informativo y de sensibilizar a la población, lo único que consiguen es darle una tremenda repercursión a la “hazaña” de tamaño descerebrado, que es al fin y al cabo lo que el muy desgraciado andaba buscando.

Me niego a creer que el tipejo desconociera la presencia de cámaras en el convoy.

De un tiempo a esta parte es lícita cualquier acción para conseguir los hoy tan ansiados quince minutos de gloria.

Pregúntenle a un chiquillo que quiere ser de mayor, un alarmante porcentaje contestará que desea ser famoso, a cualquier precio.

Todo vale.

Zurrar o quemar vivos a indigentes, vejar a minusválidos, zarandear a profesores y compañeros o apalear a ancianos, y por supuesto, registrarlo todo.

No les extrañe que el angelito del ferrocarril acabe como tertuliano en algún programa del corazón, no sería el primer delincuente que ejerce de presentador.

Si la vida la escribieran buenos guionistas, Gary Cooper (en el papel de un intrépido revisor) hubiera llegado a tiempo para repeler la paliza tumbando con un par de tremendos puñetazos al villano de marras.

Otra es que el malo de la película hubiera sido detenido y fusilado al acto por orden de algún pintoresco militar sudamericano (intrepretado por algún actor berlinés de origen judío especializado en dar vida a pintorecos militares sudamericanos).

Por desgracia las cosas no funcionan así en el descorazonador, despiadado y sórdido plano real.
La realidad siempre supera la ficción.

Con su permiso, yo me bajo en la próxima.

1 comentarios:

Anonymous Anónimo ha dicho...

Excelente, Ivo.
Por cómo has abordado el asunto, y por la elegancia del redactado, sin ser obvio y tópico, has expuesto los diferentes puntos, que este triste episodio ha desatado, de forma clara y sin florituras.

(joder, me ha quedado del rollo Jurado de OT)

Saludos!

10:35 a. m.  

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