miércoles, junio 13, 2007

Sobre la guerra


No recuerdo si ya he mencionado aquí alguna vez a ese entrañable personaje del celuloide, Clive Candy, protagonista de la magnífica ‘The Life and Death of Colonel Blimp’, que después de participar en la guerra de los Boers y en la Gran Guerra, en 1942 se enroló en la defensa civil de Londres y vio cómo sus antiguos ideales de fair play y caballerosidad eran barridos por el huracán filisteo de los patriotas (la verdad de la patria la cantan los himnos: todos son canciones de guerra), o como diría el burgués alemán Joachim Fest, recientemente desaparecido (en combate), Hitler y Stalin simplemente barrieron con una burguesía europea ya en extinción.

Uno asiste huérfano a la victoria del jacobinismo en todos los ámbitos y sobre todo en la guerra, hecho inevitable de la humanidad.
Pues como escribe Rafael Sánchez Ferlosio las armas son, en fin, el instrumento que confiere a los hombres el mayor de todos los poderes: el poder de vida o muerte; y la guerra es la más terrible perversión instrumental de los humanos.

Los pretendidos fines racionales de la guerra no son más que una timorata, o mejor dicho, aterrada, racionalización y moralización de su genuina y más profunda causa, o sea, las armas.

Desde la fatídica Gran Guerra el número de las bajas civiles en los conflictos armados ha ido aumentando exponencialmente a la reducción drástica de las bajas militares, es decir, que la guerra se ha convertido no en un conflicto entre dos (o más) bandos enfrentados, sino en un ataque (terrorista o no) directo e impune contra la población civil para debilitar al oponente (¡los gobiernos son cada vez más reticentes a enviar tropas para evitar bajas!).

El último conflicto armado en el Viejo Continente en la década de los noventa fue buena muestra de ello: manipulación total de los medios, mafia armada a cargo de los ejércitos y barbaridades contra la población civil.
Al ingenuo de Clive Candy seguramente se lo hubieran sacado de encima de un tiro en la nuca y se hubiera podrido en alguna zanja balcánica.

Viene esto a cuento porque puede leerse ya en español Postales desde la tumba del periodista bosnio Emir Suljagić, publicado por Galaxia Gutenberg, un testimonio de la guerra balcánica (que le ha quitado el sueño al mismísimo Pérez-Reverte) que debería leer todo aquel que esté interesado en el devenir de Europa.

Cuando en 1992 se desató la guerra en Bosnia, las Naciones Unidas escogieron varias ciudades bosnias y las declararon zonas de seguridad para acoger a todos los refugiados que huían de las milicias serbias.

A una de estas ciudades, Srebrenica, fue a parar en mayo de 1992 Emir Suljagić, entre decenas de miles, con su familia (su padre se quedó en Sarajevo, donde murió en diciembre de ese año) con sólo catorce años.
Allí sufrió la hambruna y la desolación de la continua convivencia con la muerte hasta que en julio de 1995, ante la absoluta pasividad de los cascos azules holandeses allí destinados y de la comunidad internacional, la población masculina, cerca de diez mil personas, fue aniquilada en una masacre genocida que ha pasado ya a la historia de la infamia europea.

El autor inicia así su testimonio:

He sobrevivido. ¿Mi nombre? Podría ser cualquiera: Muhamed, Ibrahim, Isak, no importa.
Yo he sobrevivido, muchos otros no.
He sobrevivido del mismo modo que ellos murieron.
Entre mi supervivencia y su muerte no hay ninguna diferencia, porque permanezco vivo en un mundo que está marcado para siempre, indeleblemente, por su muerte.
Procedo de Srebrenica.
En realidad, procedo de otra parte, pero elegí ser de Srebrenica.
Es el único lugar del que me atrevo a ser, igual que fue el único al que me atreví a ir, en un tiempo en el que no osé ir a ningún otro sitio.
Precisamente por eso creo que el lugar de nacimiento, en comparación con el de la muerte, carece de importancia.
El primero no dice nada sobre nosotros, es un mero dato geográfico; el lugar donde se muere, en cambio, lo dice todo sobre las convicciones, creencias y elecciones que hemos hecho y mantenido hasta el final, hasta el momento en que nos alcanza la muerte [...]
En la muerte, más exactamente en el instante en que dejamos de existir, no hay diferencias: la cámara de gas, la ejecución en masa o el infame brillo del filo de la navaja en la oscuridad, el doloroso jadeo o gorgoteo y la cuchillada final.
Diez mil personas, diez mil ataúdes, diez mil lápidas, ¡diez mil!
De esta muerte se sabe todo, o por lo menos hoy todos fingimos querer saberlo; violamos sus muertes en las columnas de periódico, sin preguntarnos por sus vidas.
No sabemos nada de estas personas, que no fueron ni más ni menos maravillosas que otras, ni más buenas ni más malas.
Fueron maravillosas en la medida en que fueron humanas.
Y en la medida en que yo las conocía.


Lo que hace de este testimonio de Suljagić una obra destinada a perdurar es que no opina, ni sentencia, no juzga, simplemente describe lo que presenció.

Si uno está de acuerdo con las palabras de Tim O’Brien en su libro sobre el Vietnam Las cosas que llevaban los hombres que lucharon, (Una auténtica historia de guerra nunca es moral.
No instruye ni alienta la virtud ni sugiere modelos de comportamiento humano correcto ni impide que los hombres hagan las cosas que los hombres siempre han hecho.
Si una historia parece moral, no la creáis.
Si al final de una historia de guerra os sentís edificados, o si sentís que una partícula de rectitud se ha salvado de la devastación a gran escala, entonces habéis sido víctimas de una mentira muy antigua y terrible.
No hay la más mínima rectitud. No hay virtud), entonces se trata sin duda alguna de una obra modélica.

La sencillez y fuerza de su relato nos arrastran a través de doscientas páginas por el horror, cuya primera pulsación artística encontramos en El corazón de las tinieblas de Conrad.

Aunque en ocasiones surgen imágenes surrealistas propias de los Balcanes (como cuando para ver el Mundial de Estados Unidos los habitantes de la ciudad moribunda se turnaban para pedalear en una bicicleta estática, cuya dinamo proporcionaba la energía para mantener encendido un televisor).
Son estos testimonios los que nos hacen, devorado ya Clive Candy por los gusanos, un poco más humanos.

Maximilian von Czernowitz

2 comentarios:

Blogger uri ha dicho...

Gracias, Max...

9:20 p. m.  
Anonymous Anónimo ha dicho...

¡Estupendo artículo!

10:11 p. m.  

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