miércoles, noviembre 22, 2006

Todos los hermanos eran valientes



Permítanme que les hable de mi hermano mediano.

Maximilian von Czernowitz nació en 1969 en Besarabia.
Actualmente regenta una carnicería en la ciudad de Pula.
Se considera súbdito del Imperio Austrohúngaro, del Reino de Redonda y furibundo antinacionalista.
Lector ocasional de novelas del Oeste, en sus ratos libres toca la batería en el grupo de versiones de ACDC Angusa Pivnica y colecciona afiches de películas de Alida Valli y George Sanders.
Adora la repostería, el té y la cerveza checa.
Forofo del balompié, sus ídolos futbolísticos son Kubala y el recientemente fallecido Ferenc Puskas. Es seguidor acérrimo del Artmedia Bratislava.
Entre tajos, chuletas y salchichas, escribe.

Hará cosa de una semana le telegrafíe y le pedí que escribiera una introducción para un blog sobre la Primera Guerra Mundial que hemos pergeñado mi querido amigo y magnífico ilustrador Oriol Roca y un servidor.
Hoy he recibido el escrito por correo postal, pasen y vean.


La Gran Guerra y el cielo vacío de Europa

No deja de llamar la atención que la Gran Guerra de 1914-1918 nos sea cada vez más cercana y familiar. La Segunda Guerra Mundial, mucho más espantosa por la perfección alcanzada en su poder de exterminio, convirtió a la Primera en una guerra más normal, más asumible, a los ojos de todo el mundo. Pero la que inauguró el siglo XX se trató sin duda alguna de la madre de todas las guerras actuales. Como afirmó el escritor Józef Wittlin inauguró la civilización del cadaverismo. La Primera Guerra Mundial sellaba el fin de una etapa de Europa y finiquitaba de una vez el orden tradicional.
En su libro El cielo vacío el escritor rumano de expresión alemana Richard Wagner dice de los Balcanes, que tienen que ver con nosotros mucho más de lo que pensamos y desearíamos. El 28 de junio de 1914 estalló en Sarajevo, la capital de Bosnia, el conflicto que cerraría finalmente el siglo XIX (también comenzó allí el que inauguró el siglo XXI). Un nacionalista serbio asesinó en sus calles al archiduque sucesor al trono de Austria-Hungría: propulsor de una Yugoslavia bajo el cetro austriaco, lo que no interesaba a Belgrado, casado con una checa y que no caía demasiado bien al emperador. El asesinato fue bastante chapucero, pues tras un primer intento fallido, el matrimonio volvió a salir a las calles de la ciudad para desafiar al destino a manos de la vieja pistola rusa de Gavrilo Princip.
Ello sirvió de excusa a los militares y funcionarios imperiales, inconscientes de sus consecuencias, en su mayoría cínicos y arribistas, para declarar la guerra. El emperador Francisco José siempre la evitó (dicen que preguntó a sus ministros y generales: "¿Ustedes han participado en alguna guerra? ¡Yo en muchas!"), pero seguramente a su edad no pudo ya evitar las presiones del clan belicista prusiano-magiar. Así la gran perjudicada por la guerra fue la monarquía austro-húngara, que tras el final del conflicto fue descuartizada por las diásporas nacionalistas en suelo anglosajón. A pesar del desastre económico y militar que supuso la guerra para Europa, Francia y Alemania se prepararon para el segundo asalto del suicidio europeo. El cordón sanitario entre Rusia y Alemania quedaba completamente fragmentado.
No es casual que en otoño de 1929 el general de Infantería Hermann von Kuhl publicara en la editorial Wilhelm Rolf de Berlín una de las primeras historias militares de la Primera Guerra Mundial. Era sintomático que un general prusiano (ese estado advenedizo, así lo definía un pangermanista de viejo cuño como Hugo von Rezzori) fuera el primero en hacerlo. El pangermanismo, sentimiento nacionalista que recoge en 1841 el poeta Arndt, que promovía la unidad política y cultural de los alemanes (más tarde un paranoico general serbio diría que allá donde se encuentre la tumba de un serbio será territorio serbio), confluye como toda paranoia, en la violencia como medio de expresión, en un callejón sin salida, en el suicidio. Alemanes y franceses se lanzaron a la guerra felices y orgullosos.
Esa continuación de la guerra franco-prusiana, que arrastró a todo el mundo tras de sí, marcó la historia del siglo XX. La catástrofe de esa guerra, tanto militar como económica, fue más allá. Con el fin de la guerra se extinguía para siempre un mundo que inició su declive con el terror de las guillotinas durante la Revolución Francesa, la espoleta del fatídico nacionalismo que un siglo después derivó en el antisemitismo más feroz. El mundo del honor, de la caballerosidad y de la justicia, incluso el mundo de la aventura, que con tanta nostalgia encontramos en los libros de Stevenson y Kipling (la antítesis de ese pintor de brocha gorda con bigote), había sido decapitado.
Seguramente, la película que mejor refleja esa pérdida de la inocencia es The Life and Death of Colonel Blimp de Michael Powell y Emeric Pressburger. El militar Clive Candy intenta mantener el honor y el sentido de la caballerosidad a través de tres guerras (la de los Boers y las dos guerras mundiales), pero finalmente no puede hacer frente a los nuevos tiempos: la Primera Guerra Mundial lo había convertido en un hombre anacrónico, pues todo aquél que nació a partir de 1919 ya pertenecía al nuevo mundo. Muchos de esos caballeros vagaron sin pasaporte por una Europa de entreguerras, que vivía un falso armisticio.
Y por otra parte está la historia de esos hombres anónimos que de la noche a la mañana se convirtieron en soldados. Porque para ser un buen soldado no hay que tener alma. Esos soldados anónimos, leales a un mundo pretérito, que se enfrentaron al horror y volvieron a casa transformados. El único que salió indemne fue el valeroso soldado Švejk, la cara más amarga del horror de la guerra de las trincheras en Flandes, en la Galitzia polaca, en los Balcanes... Pero esos soldados anónimos que aún no habían entrado en combate, como el Ferdinand de Casse-Pipe de L.F. Céline o el Piotr de La sal de la tierra de Józef Wittlin, supersticiosamente leales al pasado, sucumbieron moralmente ante el conflicto.
Esta guerra que empezó hace casi un siglo, la que dejó el cielo de Europa vacío, aún tiene mucho que enseñarnos.

Maximilian von Czernowitz

1 comentarios:

Anonymous Anónimo ha dicho...

Brillante.....

8:11 a. m.  

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